Santo Domingo Savio nació cerca de Turín el 1842. Sus padres, Carlos y Brígida, eran fieles cristianos, que procuraron buena educación para sus hijos. Era costumbre comulgar más tarde, pero Domingo fue admitido a los siete años dada su buena preparación. Entre los propósitos de aquel día figuran: "Mis amigos, Jesús y María. Antes morir que pecar". Y los cumplió.
A los doce años su padre se lo presentó a Don Bosco. - ¿Para qué puede servir esta tela?, preguntó Savio. - Para hacer un buen traje y regalárselo a Nuestro Señor. - Entendido. Pues yo soy la tela y usted el sastre: hagamos ese traje. Y de este modo entró Domingo en el colegio de Don Bosco, llamado "el Oratorio".
Oyó un día decir a Don Bosco: "Es voluntad de Dios que todos seamos santos. Es fácil hacerse santos, pues nunca falta la ayuda de Dios. Hay grandes premios para quien se". Y Domingo decidió hacerse santo. Don Bosco, su confesor y director, le enseñó que para ser santo no hacen falta grandes penitencias, sino cumplir la voluntad de Dios y servirle con alegría. Para ello es necesario sobrellevar con paciencia las molestias del prójimo, convertir en virtud lo que es necesidad, cumplir alegremente el propio deber y trabajar con ilusión por la salvación de las almas.
Domingo tenía su genio y sus arrebatos, pero aprendió a dominarlos. También pasó por la crisis de la edad. Don Bosco le repetía: "Constante alegría. Cumplimiento de los deberes sin desfallecer. Empeño en la piedad y el estudio. Participar en los recreos, que también pueden santificarse". Y tanto se esforzó éste pequeño apóstol que, según Don Bosco "Savio llevaba más almas al confesonario con sus recreos que los predicadores con sermones".
Era muy amante del canto. Tenía una voz hermosísima. El Papa Pío XII lo nombró patrono y modelo de los Pueri Cantores del mundo entero. Purificaba la intención: cantaba sólo para agradar a Dios. En la clase siempre estaba entre los primeros. También en esto quería dar ejemplo. Sabía que cada minuto de tiempo es un tesoro. Sabía que el tiempo es cielo.
Se desvivía por sus compañeros. Les aconsejaba, les corregía, les consolaba, les reconciliaba, como a dos que se habían desafiado "a muerte". Les socorría. A uno le dio sus guantes, aunque él tenía sabañones. No tenía respetos humanos. Era valiente en la profesión de la fe. No toleraba palabras malsonantes y menos blasfemias. Una vez sus compañeros tenían en sus manos una revista sucia. Se la arrebató y la rompió en mil pedazos.
Practicó una devoción tierna y profunda a la Virgen. A ella entregó su corazón. Vibró con emoción cuando en 1854 Pío IX definió el dogma de la Inmaculada Concepción. Su amor a Jesús Sacramentado era extraordinario. Apenas despertaba, su corazón volaba al sagrario. Le gustaba ayudar a Misa. Parecía un serafín cuando la ayudaba. Hacía frecuentes visitas "al Prisionero del altar". Otro de sus grandes amores era el amor al Papa. El Señor le premió estos amores con gracias y carismas muy especiales.
De repente se presentó una misteriosa enfermedad. Las causas pudieron ser el rápido crecimiento, el esfuerzo en el estudio -pues deseaba ser un santo y sabio sacerdote- y la tensión espiritual, en su afán por la salvación de las almas -otro de los amores de Don Bosco- especialmente en misiones.
Cuando se acercaba la muerte, abrió los ojos y dijo: "¡Qué cosas tan hermosas estoy viendo! ¡La Santísima Virgen viene a llevarme!" y así expiró. Era el 9 de marzo de 1857. Pío XII lo proclamó Santo el año 1954.
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